EL ESTANCO DE PESSOA (Original Castellano)

Hace tiempo que me estoy bebiendo tu cuerpo

en los espacios sombríos.

Oscilo entre el manicomio y el cementerio.

Tal vez estés loca o muerta.

Estoy escribiendo mi guía particular de Lisboa.

Tú, como la ciudad, siempre has hablado

en voz muy baja.

Hace tiempo que estoy hablando solo

para no perder mi voz.

En mi monólogo se dan cita opiniones

que suelen desembocar en altercados

o en silencios vengativos.

A menudo distingo voces femeninas

que me insultan o me animan a seguir vivo.

El pedal del freno no responde.

Atrás he dejado nuestra ciudad.

Pero no hay tiempo para lamentos.

Hoy no puedo dejar de reír, y la gente me mira

y se ríe conmigo.

Te confieso que oír mi voz me asusta.

Me siento pobre en palabras, avaro de metáforas,

con un fardo de silencio sobre mis espaldas.

Intento matar el tiempo paseando por el laberinto

de Alfama.

Apenas unos chiquillos que corretean, y un cónclave

de ancianos ociosos que miran embelesados

el jolgorio de unos niños que podrían ser sus nietos.

Soy un hombre que suda, acosado por el miedo.

Llevo mucho tiempo dando insulsas conferencias,

aunque la agitación persiste

como si se tratase del primer día.

La mujer que me ha invitado asegura que domino

el tema, que soy un experto en la materia.

Siempre las mismas frases de rigor, los mismos tópicos

halagadores que, en lugar de animarme, me va sumiendo

cada vez más en la ignominia.

Cuando se dirigen a mí en esos términos carezco

de nombre, me neutralizo.

Van pasando los minutos, y ya sólo espero un prodigio,

alguna catástrofe que impida mi asistencia.

Falta una hora escasa para que dé inicio mi ponencia

El estanco de Pessoa: no soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada.

Ensayo posturas de intelectual apesadumbrado,

expresiones faciales amables o severas, ademanes

que considero convincentes, poses seductoras.

Me aclaro la garganta, realizo pruebas de sonido,

cambios bruscos de registro: grave, imperioso, suave,

desdeñoso.

Trato de distribuir los silencios, primordiales

en toda intervención pública.

No quiero agobiar al respetable con citas cultas

ni con ramificaciones gratuitas.

Pretendo ajustarme a la vieja consigna cartesiana:

claridad, distinción y evidencia.

Pero temo que voy a defraudarles.

El pedal de freno no responde.

Soy un hombre despierto que duerme a pierna suelta.

Un hombre que respira hondo los últimos vapores

del Tajo y los primeros efluvios del océano Atlántico.

Un hombre dispuesto a agarrarse a cualquier excusa

por miserable que sea.

Pero la llamada del deber es demasiado poderosa,

y aún conservo algunos gramos de vergüenza.

Hace tiempo que me estoy bebiendo tu cuerpo

en los espacios sombríos y en las plazas deslumbradas

del mediodía, deambulando por la ciudad inclinada:

Alfama, Lapa, Estrela, tratando de acorralar al poeta

Pessoa o al oficinista Soares, descescendiendo hasta la Baixa,

rua Dos Douradores, hoy abrumada por el kebab

y el falafel, en el kilómetro cero de mi saudade.

Y las tardes de cine portugués,

bajando luego hasta el puerto para mear de corrido

mis silencios, bajo la estridencia jocosa de las gaviotas.

Estas mismas gaviotas que ahora planean recatadas,

las muy hipócritas, como si quisieran respetar mi duelo.

Y Lisboa eres tú mirándome de lejos.

Entonces, y no me preguntes por qué,

tus muslos tensos, la sábana convertida

en paño enrollado a tu cintura,

y yo, desnudo y aparte, observándote dormir

con meticulosidad de topógrafo, fumando

mi primer cigarrillo del día, recordándote

a su vez hace unos años cuando me dijiste

con voz apenas audible que tenías miedo

de hacerlo, que no estabas preparada,

que necesitabas tiempo.

Y yo ya empezaba a escribir, a mentir,

a desviarme, a derramar el vino,

a romper copas, a perderme.

Y tu pelo extendido sobre la almohada

era una salpicadura de tinta.

Y yo preparando el desayuno, esperando

el borboteo del café, exprimiendo naranjas,

tostando rebanadas de pan integral.

Y tú ovillada o estirándote de placer

sobre un colchón destripado en un ángulo

de la habitación.

Y yo acercándome para darte un beso cauteloso,

un roce, poniendo todo mi empeño en no mirarte

en no perturbar tus sueños.

Aunque prefiero ahora contemplar las aguas mansas

del puerto, la gasolina esparcida, la baba que dejan

los petroleros, el extraño esplendor de esta mañana

de plomo, mis manos adheridas a una barandilla

oxidada.

Paisaje igualado por el gris,

por la ola que va haciéndose nube,

por la nube que va haciéndose lágrima

en mis ojos fatigados.

Y saludar a un solitario, réplica inquietante

de mí mismo, que persiste en su mirad fija

y anhelante, en su ensimismamiento suicida.

Y me veo siendo aquel niño que se asombraba

ante la tristeza que desprendían los adultos,

que abría mucho los ojos y que miraba

a su madre en busca de una explicación

convincente, definitiva.

Y el lunes, ir suministrando toda mi inmundicia

filosófica en el aula norte de un instituto

sin prestigio.

Caballo nietzscheano molido a palos.

Cínico convertido en funcionario del Estado.

Un señor correcto, casi invisible, que imparte

platones y descartes, sastres y ortegas.

Y esa voz sincera y limpia de estudiante

que me pide, por favor, que explique de nuevo

el imperativo categórico kantiano.

Y yo tarareando una marcha fúnebre

o una melopea de borracho profesional,

repitiendo de cabo a rabo lo que mandan

los cánones, lo que reza el manual de instrucciones,

ciñéndome a lo que dice el texto redactado

por un sujeto mediocre y a salvo

de cualquier contratiempo.

Prefiero poner todas las ginebras a tu nombre.

Y el lunes, empezar a morir con corbata incluida,

elaborar un cadáver presentable, decente, glorioso.

Profanar el templo en donde reposan las ideas no supone hazaña alguna.

Es un crimen cometido.

Me veo sentado en una silla giratoria

dando vueltas sin parar, en la tarima de los ponentes.

Pero Lisboa, a estas horas, muestra su rostro

más cruel.

Un crepúsculo atroz se está desangrando

en el castillo de San Jorge.

Los prestigios del ocaso con toda su literatura

nauseabunda.

El inmenso bostezo de esta herida que se empeña

en durar, en no darse del todo por vencida.

Yo también soy un rehén de las malas metáforas.

No, por favor, nada de fados.

Me sorprendo en el Mirador de Santa Lucía

riéndome a mandíbula batiente, pensando

que una risa floja es siempre un acto subversivo,

una acción soberana que no admite réplica posible,

un gesto que limita con el abismo.

No puedo dejar de pensar que Lisboa

es una señora dócil y harapienta, una hembra

desmadejada que me busca con afán desmedido

la boca para hincarme en los labios su colmillo

de puta careada, una mujer que se alza con pudor

su falda plisada para mostrarme sus bragas pobres,

su coño marchito, sus arañazos en los muslos,

sus rodillas peladas por la sumisión y el desencanto.

Escribo todo esto para no perder el pulso

de la escritura, como un niño al que han ordenado

que escriba en un papel cuadriculado el día más feliz de su vida.

Y sé que los otros niños ya han empezado

la redacción y que están escribiendo textos

modosos: sus primeras comuniones, los regalos

de los reyes magos, el tiempo ancho, inacabable

de los veranos.

Entonces, escribo carbón y melancolía.

Y así voy siendo eses niño que se hace inexpugnable

en su refugio, en su tugurio de palabras masacradas

en los folios que un día estuvieron limpios.

Y escribo, también, que escribir es mantenerse

al margen de lo obvio, que escribir es transmutar

lo cotidiano en prodigio.

Y tú estirando la cadena de la cisterna o sonándote

con estruendo premeditado la nariz, diciéndome

que ya no crees en mi murmullo, en mi monólogo

exterior, en mi ruido de fondo, en mis encuentros

y fugas, en esa extraña fiebre que ataca

a los taciturnos, en mi estética peregrina,

en esas metáforas que rescato como puedo

de los escombros.

Pero tú tan lejos de Lisboa, y la casa ofrecida

al enemigo.

Pero yo atrincherado en mi  guarida de papeles

estrujados y paredes ascéticas, en mi querida celda

de monje benedictino.

Y luego, el yogur natural y sin azúcar de medianoche.

Un yogur, no te rías, poético, casi mallarmeano.

Y tú, dormida y plácida, sabiendo que mi semen

va a dar su tremendo fruto.

Y yo, mirándote dormir, oyéndote hablar en sueños,

súbitamente agitada al pronunciar mi nombre.

Me veo sentado en una silla giratoria

dando vueltas sin parar, en la tarima de los ponentes.

Lisboa se va durmiendo, ajena al nervio que exhiben

otras capitales menos bellas.

Mientras ordeno mis papeles, dilato el silencio,

miro al tendido, escucho el murmullo del público.

Tengo sed.

Me veo desenroscando el tapón de una botella de plástico.

Manantial de la comarca, excelente para mi paladar

empedrado y para mi lengua de trapo.

El pedal del freno no responde.

Empiezo a balbucear, a construir mi edificio

de palabras.

Me escucho decir que hace tiempo que estoy muriendo

de soledad, silencio y risa en los estancos sombríos

de Lisboa.

Mi voz ha sonado como un disparo certero

en la sala vacía.

L’ESTANC DE PESSOA (Versió Catalana- Rosa Ramos)

Fa temps que m’estic bevent el teu cos

en els espais ombrívols.

Oscil·lo entre el manicomi i el cementiri.

Tal vegada estiguis boja o morta.

Estic escrivint la meva guia particular de Lisboa.

Tu, com la ciutat, sempre has parlat

amb veu molt baixa.

Fa temps que estic parlant tot sol

per no perdre la meva veu.

En el meu monòleg es donen cita opinions

que solen desembocar en altercats

o en silencis venjatius.

Sovint distingeixo veus femenines

que m’insulten o m’encoratgen a seguir viu.

El pedal de fre no respon.

Enrera he deixat la nostra ciutat.

Però no hi ha temps per lamentacions.

Avui no puc deixar de riure, i la gent em mira

i riu amb mi.

Et confesso que escoltar la meva veu m’espanta.

Em sento pobre en paraules, avar de metàfores,

amb un farcell de silenci damunt les esquenes.

Intento matar el temps passejant pel laberint

de Alfama.

Tot just uns nins que ronden,

i un conclau

de ancians ociosos que miren embadalits

la gresca d’uns nins que podrien ésser els seus nets.

Soc un home que sua, assetjat per la por.

Duc molt de temps donant insulses conferències,

encara que l’agitació persisteix

com si es tractes del primer dia.

La dona que m’ha convidat assegura que domino

el tema, que soc un expert en la matèria.

Sempre les mateixes frases de rigor, els mateixos tòpics

afalagadors que, en lloc de encoratjar-me, em van sotmetent

cada vegada més en l’ignomínia.

Quan es dirigeixen a mi en aquests termes perdo

el nom, em neutralitzo.

Van passant els minuts, i ja només espero un prodigi,

alguna catàstrofe que impedeixi la meva assistència.

Falta una hora escassa per que doni inici la meva ponència

L’estanc de Pessoa: no soc res, mai seré res,

no puc voler ser res.

Assajo postures d’intel·lectual entristit,

expressions facials amables o severes, gestes

que considero convincents, posats seductors.

M’aclareixo la gola, realitzo proves de só,

canvis brusques de registre: greu, imperiós, suau,

desdenyós.

Tracto de distribuir els silencis, primordials

en tota intervenció publica.

No vull afeixugar al respectable amb cites cultes

ni amb ramificacions gratuïtes.

Pretenc ajustar-me a la vella consigna cartesiana:

claredat, distinció i evidència.

Però temo que els defraudaré.

El pedal de fre no respon.

Soc un home despert que dorm com un soc.

Un home que respira a fons els últims vapors

del Tajo i els primers efluvis del oceà Atlàntic.

Un home disposat a aferrar-se a qualsevol excusa

per miserable que sigui.

Però la cridada del deure massa poderosa,

i encara conservo alguns grams de vergonya.

Fa temps que m’estic bevent el teu cos

en els espais ombrívols i a les places enlluernades

del migdia, deambulant per la ciutat inclinada:

Alfama, Lapa, Estrela, mirant de acorralar al poeta

Pessoa o al oficinista Soares, descendent fins la Baixa,

Rua dos Douradores, avui aclaparada pel kebab

i el falafel, en el quilòmetre zero de la meva saudade.

I els capvespres de cinema portuguès,

baixant desprès fins el port per pixar amb fluïdesa

els meus silencis, sota la estridència jocosa de les gavines.

Aquestes mateixes gavines que ara planen pudoroses,

les molt hipòcrites, com si volguessin respectar el meu dol.

I Lisboa ets tu mirant-me de lluny.

Llavors, i no em demanis per què,

les teves cuixes tenses, el llençol convertit

en drap enrotllat a la teva cintura,

i jo, despullat apart, observant-te dormir

amb meticulositat de topògraf, fumant

el meu primer cigarret del dia, recordant-te

fa uns anys quan em digueres

amb veu amb prou feines audible que tenies por

de fer-ho, que no estaves preparada,

que necessitaves temps.

I jo ja començava a escriure, a mentir,

a desviar-me, a vessar el vi,

a rompre copes, a perdre’m.

I el teu cabell estès damunt el coixí

era un esquitx de tinta.

I jo preparant l’esmorzar, esperant

el barboteig del cafè, exprimint les taronges,

torrant llesques de pa integral.

I tu cabdellada o estirant-te de plaer

sobre el matalàs estripat en un angle

de l’habitació.

I jo apropant-me per donar-te una besada cautelosa,

un frec, posant tota la meva delera en no mirar-te,

en no pertorbar els teus somnis.

Encara que prefereixo ara contemplar les aigües manses

del port, la benzina espargida, la baba que deixen

els petrolers, l’estrany esplendor d’aquest matí

de plom, les meves mans adherides a una barana

oxidada.

Paisatge igualat pel gris,

per l’onada que es va tornant núvol,

pel núvol que es va fent llàgrima

en els meus ulls fatigats.

I saludar a un solitari, replica inquietant de mi mateix, que persisteix en la seva mirada fixa i anhelant, en el seva abstracció suïcida.

I em veig sent aquell nin que es sorprenia

davant la tristesa que desprenien els adults,

que obria molt els ulls i que mirava

a la seva mare a la recerca d’una explicació

convincent, definitiva.

I el dilluns, anar subministrant tota la meva immundícia

filosòfica a l’aula nord d’un institut

sense prestigi.

Cavall nietzschià mòlt a bastonades.

Cínic convertit en funcionari del Estat.

Un senyor correcte, casi invisible, que imparteix platons i descartes, sartres i ortegas.

I aquesta veu sincera i neta d’estudiant

que em demana, per favor, que expliqui de nou

l’imperatiu categòric kantià.

I jo taral·lejant una marxa fúnebre

o una mona de borratxo professional,

repetint de cap a peus el que manen

els canons, el que resa el manual d’instruccions,

cenyint-me al que diu el text redactat

per un subjecte mediocre i estalvi

de qualsevol contratemps.

Prefereixo posar totes les ginebres al teu nom.

I el dilluns, començar a morir amb la corbata inclosa,

elaborar un cadàver presentable, decent, gloriós.

Profanar el temple on reposen les idees no suposa cap gesta.

Es un crim comès.

Em veig assegut a una cadira giratòria

donant voltes sense parar, a la tarima dels ponents.

Però Lisboa, a aquestes hores, mostra el seu rostre

més cruel.

Un crepuscle atroç s’està dessagnant

en el castell de San Jordi.

Els prestigis del ocàs amb tota la seva literatura

nauseabunda.

L’immens badall d’aquesta ferida que s’entesta

en durar, en no donar-se del tot per vençuda.

Jo també soc un ostatge de les metàfores dolentes.

No, per favor, res de fados.

Em sorprenc en el Mirador de Santa Llúcia

rient-me a mandíbula batent, pensant

que una rialla fluixa es sempre un acte subversiu,

una acció sobirana que no admet replica possible,

un gest que limita amb l’abisme.

No puc deixar de pensar que Lisboa

es una senyora dòcil i espellifada, una femella

desmadeixada que em cerca amb un afany desmesurat

la boca per clavar-me en els llavis l’ullal

de meuca acarada, una dona que s’alça amb pudor

la seva faldilla amb plecs per mostrar-me les seves calces pobres,

el seu cony pansit, les esquinçades a les cuixes,

els genolls pelats per la submissió i el desencant.

Escric tot això per no perdre el pols

de l’escriptura, com un nin al que han ordenat

que escrigui en un paper quadriculat el dia més feliç

de la seva vida.

I sé que els  altres nins ja han començat

la redacció i que estan escrivint texts

educats: les seves primeres comunions, els regals

dels reis mags, el temps ample, inacabable

dels estius.

Llavors, escric carbó i malenconia.

I així vaig essent aquest nin que es fa inexpugnable

en el seu refugi, en el seu tuguri de paraules esguerrades

en els folis que un dia varen ésser nets.

I escric, també, que escriure es mantenir-se

al marge del obvi, que escriure es transmutar

el quotidià en prodigi.

I tu estirant la cadena de la cisterna o mocant-te

amb estrèpit premeditat el nas, dient-me

que ja no creus en el meu murmuri, en el meu monòleg

exterior, en el meu renou de fons, en els meus encontres

i fugues, en aquesta estranya febre que ataca

als taciturns, en la meva estètica peregrina,

en aquestes metàfores que rescato com puc

de les runes.

Però tu tan lluny de Lisboa, i la casa oferta

al enemic.

Però jo atrinxerat en la meva guarida de papers

rebregats i parets ascètiques, en la meva estimada cel·la

de monjo benedictí.

I després, el iogurt natural i sense sucre de mitjanit.

Un iogurt, no te’n riguis, poètic, casi mallarmeà.

I tu, adormida i plàcida, sabent que el meu semen

donarà el seu tremend fruit.

I jo, mirant-te dormir, escoltant-te parlar en somnis,

Sobtadament agitada al pronunciar el meu nom.

Em veig assegut en una cadira giratòria

donant voltes sense parar, a la tarima dels ponents.

Lisboa va adormint-se, aliena al nervi que exhibeixen

altres capitals menys belles. 

Mentre ordeno els meus papers, dilato el silenci,

miro l’estesa, escolto el murmuri del públic.

Tinc set.

Em veig descargolant el tap d’una ampolla de plàstic.

Brollador de la comarca, excel·lent per el meu paladar

empedrat i per la meva llengua de drap.

El pedal de fre no respon.

Començo a balbucejar, a construir el meu edifici

de paraules.

M’escolto dir que fa temps que m’estic morint

de solitud, silenci i riure en els estancs ombrívols

de Lisboa.

La meva veu ha sonat com un tret encertat

dins la sala buida.

LA TABATIÈRE  DE PESSOA (Version française- Sonia Soriano et Rosa Ramos)

Ça fait longtemps que je suis entrain de boire ton corps

dans les espaces moroses.

J’oscille entre l’asile et le cimetière.

Peut-être tu es folle ou morte.

Je suis entrain d’écrire ma guide particulière de Lisbonne.

Toi, comme la vile, tu as toujours parlé

à voix basse.

Ça fait longtemps que je suis entrain de parler tout seul

pour ne pas perdre ma voix.

Dans mon monologue convergent opinions

qui souvent débouchent en altercations o en silences vindicatifs.

Bien des fois je distingue voix féminines

qui m’insultent ou qui m’encouragent à continuer en vie.

La pédale de frein ne répond pas.

Derrière j’ai laisse notre ville.

Mais il n’y à pas de temps pour les lamentations.

Aujourd’hui je ne peux pas arrêter de rire, et les gens me regardent

et ils rigolent avec moi.

Je te confesse qu’écouter ma voix m’effraye.

Je me sens pauvre en paroles, avare de métaphores,

avec un fardeau de silence sur mes épaules.

J’essaie de tuer le temps en me promenant par le labyrinthe

d’Alfama.

Tout juste des gamins qui galopent, et un conclave

des anciens oisifs qui regardent charmés

le chahut des enfants qui pourraient être leurs petits-fils.

Je suis un homme qui transpire, harcelé par la peur.

Ça fait longtemps que je donne des conférences  insipides,

bien que l’agitation persiste

comme si c’était le premier jour.

La femme qui m’invité assuré que je domine

le sujet, que je suis un expert dans la matière.

Toujours les mêmes phrases de rigueur, les mêmes

flatteries banales qui, a la place de m’encourager, m’enfoncent

de plus en plus dans l’ignominie.

Quand ils se dirigent vers moi en ces termes je manque

de nom, je me neutralise.

Les minutes passent, et s’attends seulement un prodige,

quelque catastrophe qui empêche mon assistance.

Manque une heure a peines pour que j’initie mon exposé

La tabatière de Pessoa : je ne suis rien, je ne serais jamais rien,

je ne peut vouloir être rien.

J’essaye des attitudes d’intellectuel affligé, des expressions faciales aimables o sévères, gestes

que je considère convaincants, poses séductrices.

Je m’éclaircis la gorge, je teste la sonorisation,

changements brusques de registre : grave, impérieux,

doux, dédaigneux.

J’essaie de distribuer les silences, primordiaux

en toute intervention publique.

Je ne veux pas accabler à ce cette assistance

avec des citations snobs

ni avec des ramifications gratuites.

Je prétends m’en tenir à la vielle consigne cartésienne:

clarté, distinction et évidence.

Mais je crains que je vais les décevoir.

La pédale de frein ne répond pas.

Je suis un homme éveille qui dors à poings fermés.

Un homme qui respire profondément

les dernières vapeurs du Tajo

et les premiers effluves de l’océan Atlantique.

Un homme disposé à se saisir de n’importe

quelle excuse par misérable qu’elle soit.

Mais l’appel au devoir es trop puissant,

et je conserve encore quelque grammes de honte.

Ça fait longtemps que je suis entrain de boire ton corps

dans les espaces moroses et dans les places éblouies

du midi, déambulant dans la ville inclinée:

Alfama, Lapa, Estrela, essayant de traquer au poète

Pessoa ou bien à l’employé de bureau Soares,

descendant jusqu’à la Baixa, rua dos Douradores,

aujourd’hui accablé par le kebab et le falafel,

dans le kilomètre zéro de ma saudade.

Et les après-midi de cinéma portugais,

descendant après ver le port pour piser aisément

mes silences, sous la stridence cocasse des mouettes.

Ces mêmes mouettes qui maintenant planent pudiques,

ces hypocrites,

comme si elles voulaient respecter mon deuil.

Et Lisbonne c’est toi qui me regarde de loin.

Alors, et ne me demandes pas pour quoi,

tes cuises tendues, le drap transformé

en lé enroule à ta ceinture,

et moi, déshabillé et mis à part, en t’observant

dormir avec méticulosité de topographe,

fumant ma première cigarette de la journée,

me souvenant de toi il y à quelques années

quand tu me disais avec une voix

à peine audible que t’avais peur de le faire,

que tu n’étais pas prête,

que t’avais besoin de temps.

Et je commençais déjà à écrire, à mentir,

à me détourner, à renverser le vin,

à casser les verres, à me perdre.

Et tes cheveux étales sur le coussin 

étaient une éclaboussure d’encre.

Et je préparais le petit déjeuner, attendant

le bredouillement du café, exprimant les oranges,

faisant griller les tranches de pain complet.

Et toi en te pelotonnant ou t’allongeant de plaisir

sur un matelas étripé dans un angle de la chambre.

Et je m’approchais pour te donner un baiser  cauteleux,

un frôlement, mettant toute mon attention à pas te regarder,

à pas perturber tes rêves.

Encore que je préfère maintenant contempler les eaux paisibles

du port, le gasoil éparpillé,

la bave que laissent traîner les pétroliers,

l’étrange splendeur de ce matin de plomb,

mes mains adherès a une balustrade oxydé.

Paysage égalé par le gris,

par la vague qui se fait nuage,

le nuage qui se fait larme

dans mes yeux fatigués.

Et saluer un homme solitaire, réplique inquiétante

de moi-même, qui persiste dans son regard fixe

et anhélant, dans sa méditation suicide.

Et je me vois étant cette enfant qui s’étonnait

devant la tristesse qui dégageaient les adultes,

qui ouvrait grand les yeux et qui regardait

sa mère à la recherche d’une explication

convaincante, définitive.

Et le lundi, continuer de fournir toute mon immondice

philosophique dans la classe nord d’un collège

sans prestige.

Cheval nietzschéen roué de coups.

Cynique transformé en fonctionnaire d’Etat.

Un monsieur correct, presque invisible, qui enseigne

platons et descartes, sartres et ortegas.

Et cette voix sincère et propre d’étudiant

qui me demande, s’il vous plaît,

que j’explique à nouveau l’impératif catégorique kantien.

Et je me vois fredonnant une marche funèbre

ou une cuite d’ivrogne professionnel,

qui répète d’un bout à l’autre ce qui commandent

les canons, ce qui prêche le manuel des instructions,

en me cadrant a ce qui dit le texte redigé

par un sujet médiocre et sauvé

de tout contretemps.

Je préfère mettre touts les gins a ton nom.

Et lundi, commencer à mourir avec encravaté,

élaborer un cadavre présentable, décent, glorieux.

Profaner le temple où les idées reposent

ne suppose aucun un exploit.

C’est un crime commis.

Je me vois assis sur une chaise tournante

la faisant tourner sans arrêter, dans l’estrade des exposants.

Mais Lisbonne, a cette heure ci,

montre le plus cruel de ses visages.

Un crépuscule atroce se saigne

dans le château de Saint George.

Les prestiges du déclin avec toute

sa littérature nauséabonde.

L’immense bâillement de cette blessure

qui s’entête en durer,

elle se donne pas toute a fait par vaincue.

Moi aussi je suis otage des mauvaises métaphores.

Non, s’il vous plaît, pas de fados.

Je me surprends dans le Mirador de Sainte Lucía

riant à m’en décrocher la mâchoire, pensant

que un rire léger c’est toujours un acte subversif,

une action souveraine qui n’admet pas de réplique possible,

un geste que limite avec l’abîme.

Je ne peux pas arrêter de penser que Lisbonne

est une dame docile et loqueteuse, une femelle

molle qui me cherche avec une soif démesurée

la bouche pour m’enfoncer dans les lèvres sa canine

de pute cariée, une femme qui se soulevé avec pudeur

la jupe plissée pour me montrer sa pauvre culotte,

son con fané, les égratignures dans ses cuisses,

ses genoux pelés par la soumission et le désenchantement.

J’écris tout ça pour ne pas perdre le point

de l’écriture, comme un enfant a qui ont à ordonné

qu’il écrive dans un cahier le jour le plus heureux

de sa vie.

Je sais que les outres enfants ont déjà commencé

leur rédaction et qu’ils sont entrain d’écrire de textes

sages: leurs premières communions, les cadeaux

du Père Nöel, le temps ample, interminable des étés.

Alors, j’écris charbon et mélancolie.

Et c’est ainsi que je deviens cet enfant qui se fait inexpugnable

dans son refuge, dans son taudis de paroles massacrés

dans les feuilles qu’un jour ont été propres.

Et j’écris, aussi, qu’écrire c’est ce maintenir

dans la marge de ce qui est évident, qu’écrire

c’est transmuter le quotidien en prodige.

Et toi en tirant de la chasse d’eau ou te mouchant

avec assourdissement prémédité le nez, en me disant

que tu ne crois plus à mon marmonnement,

à mon monologue extérieur, a mon bruit de fond,

mes rencontres et mes fugues,

en cette étrange fièvre des taciturnes,

en mon esthétique pèlerine,

en ces métaphores que je rachète comme

je peux des décombres.

Mais toi si loin de Lisbonne, et la maison

offerte a l’ennemi.

Mais moi retranché dans ma tanière de papiers

presses et murs ascétiques, dans ma bien aimée

cellule de moine bénédictin.

Et après, le yaourt nature, et sans sucre de minuit.

Un yaourt, ne ris pas, poétique, presque mallarméen. 

Et toi, dormant et placide, sachant que mon sperme

va donner son terrible fruit.

Et moi, en te regardant dormir, en t’écoutant parler

en rêves, subitement agitée en prononcent mon nom.

Je me vois assis sur une chaise tournante

la faisant tourner sans arrêter, dans l’estrade des exposants.

Lisbonne s’endort, étrangère au nerf qu’exhibent

d’autres villes moins belles.

Pendant que j’ordonne mes papiers, je dilate le silence,

je regarde l’étendue, j’écoute le murmure du publique.

J’ai soif.

Je me vois dévissant le bouchon d’une bouteille en plastique.

Source de la région, excellent pour mon palais

pavé et pour mon bafouillage.

La pédale de frein ne répond pas.

Je commence a balbutier, a construire mon bâtiment

de paroles.

Je m’écoute dire que ça fait longtemps que je meurs

de solitude, silence et rire dans les bureau de tabac moroses

de Lisbonne.

Ma voix à sonné comme un coup de feu certain

dans la salle vide.